De acuerdo con la Organización Meteorológica Mundial, los próximos cinco años serán los más cálidos jamás registrados. Puede que la predicción, en principio, no suene tan catastrófica, si no se tiene en cuenta que en el delicado equilibrio natural eso supone alteraciones en los patrones de las precipitaciones; sequías más intensas y frecuentes; olas de calor; el deshielo de los polos y glaciares (con el consiguiente aumento del nivel del mar) y otros fenómenos extremos como huracanes y tifones.
El calentamiento del planeta podría, además, llegar a alterar los flujos de circulación de las corrientes marinas, lo que impactaría gravemente en el clima de vastos territorios; y se calcula que, entre 2030 y 2050, se producirán unas 250.000 muertes adicionales cada año a causa del cambio climático como consecuencia de las modificaciones en las características de las enfermedades, según la Organización Mundial de la Salud (OMS). “Las emisiones globales de gases de efecto invernadero están aumentando exponencialmente desde la llegada de la era industrial. Ya hemos superado los 40.000 millones de toneladas de CO2 emitidas al año, lo que casi duplica la capacidad de absorción natural de este compuesto por parte de los sistemas naturales”, recuerda Andrés Schuschny, doctor en Economía y profesor del máster universitario en Ingeniería y Gestión Ambiental de la Universidad Internacional de Valencia (VIU).
Cambio climático y universidad
Los efectos del cambio climático suponen, por lo tanto, un complejo panorama de retos y desafíos con ramificaciones en casi todos los ámbitos de la vida, desde el puramente medioambiental al energético, el económico y el social. Y, por eso, es también uno de los campos de investigación que se cultivan dentro del ámbito universitario (que, no olvidemos, tiene tres misiones fundamentales: la docencia, la investigación y la transferencia de conocimiento). Conviene recordar que, de hecho, gran parte de la labor de revisión documental que realiza el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) de la ONU es realizada por investigadores pertenecientes a las universidades.
“Las universidades representan un eslabón importante en el proceso de generación de conocimientos sobre este tema, y cumplen con un rol vertebrador al facilitarlos a la sociedad a través del establecimiento de grados, maestrías y programas de doctorado y posdoctorado”, sostiene Schuschny.
En este esfuerzo coral, un equipo de investigadores de la UNED liderado por el profesor Francisco Ivars-Barceló ha descubierto un método innovador para transformar gases contaminantes y de efecto invernadero en productos útiles: “Diseñamos un catalizador con la idea de que fuera capaz no solo de transformar el metano y el dióxido de carbono, sino además de hacerlo a baja temperatura (entre 25 y 250 grados, cuando el proceso convencional se realiza por encima de los 600)”, explica Ivars-Barceló. “A día de hoy, tanto el metano como el CO2, que son dos moléculas tremendamente estables, se tratan mayoritariamente como residuos. Por ejemplo, del metano solo se aprovecha un 1 %”.
El objetivo de los investigadores era obtener productos con una demanda global muy elevada, y lo consiguieron: el éter dimetílico, por ejemplo, se usa como propelente de aerosoles, en lugar de los clorofluoruros de carbono (CFC), mucho más contaminantes, y la mayoría de las sustancias resultantes (como la acetona, el mismo éter dimetílico, el etanol, el ácido acético o el propanol) son hidrocarburos oxigenados que pueden ser usados como combustible verde: “El hecho de usar hidrocarburos oxigenados como gasolinas es mucho más sostenible que usarlos sin oxigenar, porque cuando se queman, la combustión es mucho más rápida y eficiente, y evita la formación de CO2″, añade Ivars-Barceló. Fruto de la investigación se ha obtenido una patente que representa un logro muy significativo en el campo de la tecnología verde.
El metano (la fuente de hidrocarburos más abundante que hay) proviene de las zonas pantanosas, de cultivos como el arroz y de las emisiones desde el tracto intestinal del ganado, así como de los depósitos naturales y las conducciones industriales. Y también es objeto de estudio en el proyecto europeo Re-livestock, en el que participa la Universidad Politécnica de Valencia (UPV), y cuyo objetivo es reducir las emisiones de gases de efecto invernadero procedente de la ganadería. Coordinado por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), en la iniciativa participan 39 entidades de 15 países.
Según informan desde la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas (CRUE), el equipo de la UPV se centrará en el desarrollo de distintas estrategias “que consigan una reducción de las emisiones, desde la modificación de las instalaciones en vacuno y porcino, buscando mejorar el confort de los animales en condiciones climáticas adversas y reducir sus emisiones, hasta la optimización del cuidado de los animales para facilitar su resiliencia”, además de desarrollar algoritmos matemáticos para la gestión de rebaños.
De las zonas verdes urbanas al hielo de Groenlandia
Los proyectos de investigación universitarios, en cualquier caso, alcanzan ámbitos de muy diversa índole. En la Universidad Pablo de Olavide (Sevilla), por ejemplo, analiza el comportamiento de las zonas verdes urbanas ante el calentamiento global por medio del proyecto Urbanfun, financiado por la Fundación BBVA, mientras que en la Universidad Complutense de Madrid uno de los focos se coloca sobre el manto de hielo de Groenlandia, a través de un estudio publicado en la revista Nature.
Según este trabajo de investigación, en el que participan instituciones noruegas y alemanas, si se superaran ciertos umbrales críticos de temperatura, “el manto de hielo de Groenlandia podría sufrir una transición crítica a un estado cualitativamente distinto, con un volumen y extensión de hielo muy reducidos y un aumento importante del nivel del mar”. Sin embargo, superar ese umbral durante un tiempo determinado no llevaría necesariamente a una transición crítica, debido a la resistencia de los mantos de hielo a factores externos como las emisiones de CO2 o el cambio en las temperaturas. La reducción del manto, sostienen los investigadores, aún puede mitigarse sustancialmente, “incluso para temperaturas máximas muy por encima de los niveles preindustriales, si luego estas se reducen posteriormente con rapidez (a lo largo de varios siglos) a menos de 1,5 grados por encima de esos niveles”.
También en la Complutense, la investigadora Marta Ábalos (premio a la mejor carrera científica temprana por parte de la Asociación Internacional de Meteorología y CIencias Atmosféricas) viene desde hace años estudiando los efectos de las emisiones humanas (gases de efecto invernadero y sustancias que destruyen la capa de ozono) en la circulación estratosférica.
En la Universidad de Oviedo, otro proyecto estudia el impacto del cambio climático sobre la viabilidad de peces y anfibios en parques de montaña. “La idea es cuantificar el nicho climático de una serie de especies con diferentes requerimientos ecológicos para inferir su distribución futura bajo diferentes escenarios de cambio climático. Esto nos permitiría identificar que organismos pueden verse más severamente afectados, o que medios se volverán más restrictivos”, indica Alfredo González Nicieza, el investigador principal. predecir el impacto del cambio climático en la distribución de las especies y en la perdida de biodiversidad (diversidad genética y funcional). “Si podemos predecir que tipos de especies u organismos pueden ser más vulnerables, o en qué hábitats o áreas geográficas se producirán los efectos más adversos, las agencias de gestión y conservación del medio natural y la biodiversidad tendrán una mayor capacidad de anticipación para desplegar medidas de mitigación cuando esas sean factibles y asumibles”, señala.
Mientras, en la Universidad de La Laguna, en Santa Cruz de Tenerife, el proyecto Natalie estudia el uso de soluciones basadas en la naturaleza (NBS) para mejorar la resiliencia ante el cambio climático de diversas regiones biogeográficas europeas. “Las NBS son un conjunto de acciones o políticas que aprovechan el poder de la naturaleza para abordar algunos de los desafíos sociales más urgentes, como la escasa disponibilidad de agua, el creciente riesgo de desastres naturales o el cambio climático”, sostienen desde CRUE. El proyecto involucra a 41 socios europeos y está financiado al 100 % por el programa europeo de investigación Horizon.
La movilización social, una prioridad
A pesar del aumento de la conciencia general sobre la importancia de la urgencia climática, la movilización social sigue siendo una tarea compleja: “Las personas e instituciones suelen privilegiar la toma de decisiones que impactan sobre aspectos tangibles en le corto plazo. Cuando se tiene la percepción de una crisis en curso o, al menos, de estar atravesando una época de incertidumbre radical, cuesta mucho pensar y actuar en beneficio de las generaciones futuras”, medita Schuschny. Por eso, añade, “aunque los compromisos internacionales [como el Acuerdo de París] plantean metas ambiciosas para frenar el cambio climático, resulta muy difícil que estas terminen cristalizándose en hechos concretos”. Es decir: se está avanzando hacia la transición ecológica, pero lamentablemente no al ritmo que marcan dichos compromisos.
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