Resopla y celebra Alexander Zverev, resuena con fuerza un Free Palestina! en la Rod Laver de Melbourne y todo se acaba para Carlos Alcaraz. El alemán ha contenido el arrebato del español (6-1, 6-3, 6-7(2) y 6-4, después de 3h 05m) y abraza felizmente las semifinales del Open de Australia, en las que se batirá el viernes con el ruso Daniil Medvedev, superior a media tarde al polaco Hubert Hurkacz (7-6(4), 2-6, 6-3, 5-7 y 6-4). Se cierra este periplo del murciano por las antípodas y el chico lamenta: es un sí pero no. Tardía y escasa la reacción. El gigante, digno merecedor de la recompensa. Hay un amago al final que da vidilla al desarrollo y a la grada, pero queda en nada. Zverev es el Zverev que todos temen cuando alcanza ese punto espléndido y se convierte ahora en el rival que más veces (5) ha superado al de El Palmar, errático al principio y orgulloso después, rendido ante los martillazos. No habrá, por tanto, ese desenlace esperado con el serbio Novak Djokovic, citado en la otra semifinal con Jannik Sinner.
En menos de media hora, Zverev ya ha cerrado el primer set y Alcaraz se dirige a la silla preguntándose qué demonios ocurre hoy. No siente la bola, no encuentra huecos, no hace daño y, lo peor de todo, alarma temprana, empieza a lidiar con esa desesperante sensación del que percibe que tal vez no hay escapatoria. Brega con el alemán, pero ante todo se enfrenta al crudo proceso de la aceptación del tenista, ese delicado instante en el que salta el clic y las angustias empiezan a asomar por una y otra parte. La famosa neblina. Es una cuestión de confianza, de agachar la cabeza y de procesar, de buscar variables por todos lados. Pero también de revés, diametralmente opuesto el funcionamiento de uno y otro. Y sobre todo de saque. Se expresan los servicios. Llueven los cañonazos de una parte, difícil replicar a esa interminable palanca que en la extensión supera los tres metros, y de la otra escasean los porcentajes.
“¡Suéltate, suéltate, suéltate!”, le arenga desde el box Samuel López, mientras el agente paga las fechorías digestivas de las gaviotas que sobrevuelan la central. No hay inspiración, tampoco hay fortuna. Cantan los grillos a coro y sin parar, no llegan la lucidez ni las soluciones y Zverev, zorro él, impoluto a esa velocidad de crucero, sigue quitándole más y más ritmo al duelo. ¡Pim, pam, pum! Tralla y más tralla. De raquetazo en raquetazo, el número seis erosiona a uno, dos o tres golpes y se abre paso. Todo lo mete —picos de hasta un 90% de efectividad— y todo desestabiliza al murciano, que sigue aguantando la tormenta con resignación, sin malas caras pero cada vez más contrariado. No hay manera. “¿Qué hago?”. “¡Sigue, sigue!”. El atasco con el saque es considerable; sin taras técnicas en la ejecución, sí se percibe el déficit en la variedad. Así que va arrastrándole la inercia, mientras Zverev compite a piñón fijo.
El tenis, en realidad, va mucho de esto. Es muy joven Alcaraz y todavía está aprendiendo a navegar por los días malos, aquellos que hacen la selección entre los buenos, los muy buenos y los mejores. Saber remar a contracorriente, la clave de todo gran campeón. El tiempo lo enseña casi todo, así que tiempo al tiempo. Son 20 años. Pero esta es una noche de una sola dirección. O quizá no. Qué traicionero es este deporte. Pero el alemán, flotando, carga de maneraaplicada y la herida va creciendo, por mucho que desde la grada llegue el aliento y alguno llame a la testosterona: “¡Recuerda, Carlitos! ¡Cabeza, corazón y cojones! ¡Cojones de toro!”. Zverev, en cambio, engulle como un dragón de Komodo y el cierre del primer parcial es elocuente: solo dos golpes ganadores, 11 errores no forzados.
Sí pero no
Hay más debate en la continuación, pero la rebeldía se queda corta. Más y más brecha, constantemente a remolque el español. Toda la polvareda exterior que rodea estos días al de Hamburgo —acusado de maltrato por la madre de su hijo, juicio a la vista en Berlín— se transforma en un ejercicio placentero hasta ahí para él, muy cómodo, sin rasguños, certero en ese debate en la red que (con 3-3 y deuce) se antoja trascendental. A continuación, Alcaraz se lleva una advertencia por el retraso y, acto seguido, recibe duro en el mentón: break. No le sale nada. Golpes sucios, cañas, subidas precipitadas. 45 errores en total. Quiere que, al menos, el vendaval pase rápido. “¿Qué pasa con Carlos?”, dice en la tribuna con su acento de Yorkshire el bueno de Jonathan, inglés de la BBC, y uno piensa que las musas australianas, al parecer, se han ido hoy de vacaciones por eso del sol y el buen día. O tal vez no. Siempre hay esperanza. Siempre.
En una situación prácticamente terminal, sin artillería y con su adversario volcado, el murciano se agarra al torneo con el garfio. Así es esto del tenis. Incomprensible muchas veces. “¡Madre mía, vaya partido!”, se suma Markus, alemán de Eurosport que toma asiento rápido porque cuando parte de la grada ya ha desfilado para regresar a casa, poco más de hora y media en el reloj y 4-1 por encima Zverev en el tercero, el guion va poco a poco a insinuando un giro que termina haciéndose realidad. Sí, parece que esto no se acaba, que hay algo de crédito. Es lo que tienen los magos. Y Alcaraz, sonriendo cuando el marcador está a punto de rebanarle el pescuezo, es uno de ellos. Con 5-2 en contra y, piensa, poquito que perder ya, se suelta, inventa y remonta; 5-5 primero y después, cuatro conejos de la chistera: pasante, pasante, pasante y derechazo. Un parcial de 7-0 en el desempate. ¿Épica? Una pizca, insuficiente. Es un sí pero no.
Zverev, hasta ese momento de intersección absoluto gobernador, se enfrenta ahora al reto psicológico de no desperdiciar el terreno ganado. Meritorio el aplomo. La escena ya es de tuteo, de igual a igual, pero en esa circunstancia, la palanca y los años de recorrido vencen: tres errores ensucian finalmente la intentona de Alcaraz y el alemán lo celebra con rabia. Esa rotura final dicta sentencia porque luego el mazo no falla. Ahora sí, el gigantón decide. El español, a trompicones durante gran parte del episodio, dice adiós a Australia.
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